Al expresar nuestra solidaridad con las compañeras y compañeros registrados, investigados y sujetos a medidas cautelares por la operación «Sibilla», hacemos algunas consideraciones (a la espera de un análisis más preciso por parte de quienes tienen a mano los papeles policiales-judiciales de la investigación).
Si el marco de la «asociación subversiva con finalidad de terrorismo» se repite sin descanso desde hace cuarenta años, la acusación, siempre más frecuente, de «incitación al crimen» -dirigida a golpear la publicación anárquica y revolucionaria, o incluso simplemente, la que no está alineada- nos habla de manera explícita de la época en la que hemos entrado. En el último mes, de hecho, se han llevado a cabo numerosos registros en toda Italia bajo esta acusación.
Lo que durante unas décadas ha sido un tratamiento reservado principalmente a anarquistas y antagonistas se está convirtiendo en la norma incluso para los disidentes democráticos. Ya existe una cierta diferencia cualitativa, por ejemplo, si se impone una medida como el «foglio di via» a un subversivo o a un sindicalista de base «culpable» de haber participado en un piquete de trabajadores; y la diferencia se hace aún más indicativa si a quien hay que echar de una ciudad es a un estibador que ha montado un pequeño banquete en la plaza en nombre de la democracia y la Constitución. Como también es muy diferente –en cuanto a la extensión del poder coercitivo del Estado– que se prohíba el centro de la ciudad para las manifestaciones anarquistas tras una mani con enfrentamientos y ataques a estructuras de poder, o que se prohíba para las manifestaciones pacíficas contra el certificado verde digital, todo ello en base a decretos aprobados en nombre de la «salud pública» o para proteger el «derecho» de los comerciantes a no perder caja.
No es lo mismo ser detenido acusado de sabotaje o ataque a la patronal que por escribir que sabotear y atacar a la patronal es correcto (más aún si en la rueda de prensa un fiscal alude al agravio moral cometido por algún imputado al poner en circulación papel impreso durante el confinamiento…). Si los que se comparan con los brigadistas son simples opositores al certificado verde digital; si los que no se quieren vacunar son considerados desertores que en otros tiempos habrían sido fusilados, significa que ahora sólo se permite una respuesta a las órdenes: «¡Sí, señor!
La acusación de » instigación » es particularmente ridícula («Sois asesinos, pero ridículos asesinos», escribió Armand Robin sobre los agentes de la Gestapo que habían registrado su casa para impedir la publicación de » Il tempo che fa «, su boletín contra la falsa palabra de todos los bandos de la guerra).
Lo que los gobernantes consideran un supuesto lógico y fáctico es, en cambio, su proyecto histórico: un mundo de humanos sin autonomía ni conciencia, a merced de quienes los instigan con mayor astucia o medios más sugestivos. Si la carnicería diaria de la dignidad y la libertad que es la sociedad capitalista y estatal no instiga a un explotado a infringir la ley y a rebelarse, ¿acaso lo harán las palabras de los anarquistas? ¿El material explosivo sobre el que puede actuar el detonador subversivo no es producido por el Estado, por la violencia de la ley del beneficio y por un orden tecno-mercantil que se ha vuelto incompatible con la vida?
Por último, unas palabras sobre la violencia.
Se puede decir en la televisión, sin que ninguno de los espectadores susurre un tímido «Señor, tal vez esté exagerando», que quien no se vacuna es una rata a la que hay que hacer salir, que quien critica las medidas «sanitarias» del gobierno es un terrorista y como tal debe ser tratado, que contra las movilizaciones «no Green Pass» haría falta la ametralladora de Bava Beccaris, que a los «contagiadores»habría que meterlos en vagones especiales, que deben pagarse la asistencia médica, que para mantenerlos encerrados en casa hace falta el ejército… En definitiva, un virólogo del Estado, un político, un sindicalista, un presidente de Confindustria pueden instigar la violencia más feroz y mezquina, que se traduce, eso sí, en hechos y medidas autoritarias muy concretas. Mientras que si dices que es correcto golpear a los jefes, acabas en la cárcel o encerrado en casa con una pulsera electrónica en el tobillo. Se llama orden democrático. ¿No te parece bien? Lo siento, eso es todo.
Nosotros, espíritus simples, seguimos pensando, diciendo y escribiendo que la violencia estructural, inhumana e infame es la del Estado y la patronal; mientras que la violencia revolucionaria contra los responsables de la dominación y la explotación es tan necesaria en los hechos como justa en sus principios.
Cuando el trato que un sistema social inflige a sus súbditos empobrecidos, vejados y discriminados se asemeja cada vez más a la brutalidad que el Estado suele reservar a sus enemigos declarados, es que está tensando demasiado la cuerda. El Istituto Luce al servicio del poder puede hacer mucho, pero no todo. Porque incluso la violencia de las palabras acaba por viciar el aire, conduciendo a quien aún quiere respirar al uso clandestino del sentido crítico.
Hay latigazos –y los están infligiendo, señores, en dosis de caballo– que no se pueden calmar con el cloroformo de la realidad virtual.
Pensar que se puede controlar todo con algoritmos y números se sube a la cabeza. Pero en el mundo de los vivos y de las vivas, una humillación más una humillación más una humillación no hacen necesariamente tres humillaciones. También pueden resultar algo más. Por ejemplo los humanos con una rabia al vetriolo [mordaz, crítica].
[13/11/2021]
FUENTE: IL ROVESCIO
TRADUCCIÓN: ENVIADA AL CORREO